miércoles, 19 de febrero de 2014

Las zapatillas rojas - Mujeres que corren con los lobos - Clarissa Pinkola Estés



Había una vez una pobre huerfanita que no tenía zapatos. Pero siempre recogía los trapos viejos que encontraba y, con el tiempo, se cosió un par de zapatillas rojas. Aunque eran muy toscas, a ella  le gustaban. La hacían sentir rica a pesar de que se pasaba los días recogiendo algo que comer en los bosques llenos de espinos hasta bien entrado el anochecer.
Pero un día, mientras bajaba por el camino con sus andrajos y sus zapatillas rojas, un carruaje dorado se detuvo a su lado. La anciana que viajaba en su interior le dijo que se la iba a llevar a su casa y la trataría como si fuera su hijita. Así pues, la niña se fue a la casa de la acaudalada anciana y allí le lavaron y peinaron el cabello. Le proporcionaron una ropa interior de purísimo color blanco, un precioso vestido de lana, unas medias blancas y unos relucientes zapatos negros. Cuando la niña preguntó por su ropa y, sobre todo, por sus zapatillas rojas, la anciana le contestó que la ropa estaba tan sucia y las zapatillas eran tan ridículas que las había arrojado al fuego donde habían ardido hasta convertirse en ceniza.
La niña se puso muy triste, pues, a pesar de la inmensa riqueza que la rodeaba, las humildes zapatillas rojas cosidas con sus propias manos le habían hecho experimentar su mayor felicidad. Ahora se veía obligada a permanecer sentada todo el rato, a caminar sin patinar y a no hablar a menos que le dirigieran la palabra, pero un secreto fuego ardían en su corazón y ella seguía echando de menos sus viejas zapatillas rojas por encima de cualquier otra cosa.
Cuando la niña alcanzó la edad suficiente como para recibir la confirmación el día de los Santos Inocentes, la anciana la llevó a un viejo zapatero cojo para que le hiciera unos zapatos especiales para la ocasión. En el escaparate del zapatero había unos zapatos rojos hechos con cuero del mejor; eran tan bonitos que casi resplandecían. Así pues,  aunque los zapatos no fueran apropiados para ir a la iglesia, la niña, que sólo elegía siguiendo los deseos de su hambriento corazón, escogió los zapatos rojos. La anciana tenía tan mala vista que no vio de qué color eran los zapatos y, por consiguiente, pagó el precio. El viejo zapatero le guiñó el ojo a la niña y envolvió los zapatos.
Al día siguiente, los feligreses de la iglesia se quedaron asombrados al ver los pies de la niña. Los zapatos rojos brillaban como manzanas pulidas, como corazones, como ciruelas rojas. Todo el mundo los miraba; hasta los iconos de la pared, hasta las imágenes contemplaban los zapatos con expresión de reproche. Pero, cuanto más los miraba la gente, tanto más le gustaban a la niña. Por consiguiente, cuando el sacerdote entonó los cánticos y cuando el coro lo acompañó y el órgano empezó a sonar, la niña pensó que no había nada más bonito que sus zapatos rojos.
Para cuando terminó aquel día, alguien había informado a la anciana acerca de los zapatos rojos de su protegida.
-¡Jamás de los jamases vuelvas a ponerte esos zapatos rojos! – le dijo la anciana en tono amenazador.  
Pero al domingo siguiente la niña no pudo resistir la tentación de ponerse los zapatos rojos en lugar de los negros y se fue a la iglesia con la anciana como de costumbre.
A la entrada de la iglesia había un viejo soldado con el brazo en cabestrillo. Llevaba una chaquetilla y tenía la barba pelirroja. Hizo una reverencia y pidió permiso para quitar el polvo de los zapatos de la niña. La niña alargó el pie y el soldado dio unos golpecitos a las suelas de sus zapatos mientras entonaba una alegre cancioncilla que le hizo cosquillas en las plantas de los pies.
- No olvides quedarte para el baile – le dijo el soldado, guiñándole el ojo con una sonrisa.
Todo el mundo volvió a mirar de soslayo los zapatos rojos de la niña. Pero a ella le gustaban tanto aquellos zapatos tan brillantes como el carmesí, tan brillantes como las frambuesas y las granadas, que apenas podía pensar en otra cosa y casi no prestó atención a la ceremonia religiosa. Tan ocupada estaba moviendo los pies hacia aquí y hacia allá y admirando sus zapatos rojos que se olvidó de cantar.
Cuando abandonó la iglesia en compañía de la anciana, el soldado herido le gritó:
“¡Qué bonitos zapatos de baile!”
Sus palabras hicieron que la niña empezara inmediatamente a dar vueltas. En cuanto sus pies empezaron a moverse ya no pudieron detenerse y la niña bailó entre los arriates de flores y dobló la esquina de la iglesia como si hubiera perdido por completo el control de sí misma. Danzó una gavota y después una czarda y, finalmente, se alejó bailando un vals a través de los campos del otro lado. El cochero de la anciana saltó del carruaje y echó a correr tras ella, le dio alcance y la llevo de nuevo al coche, pero los pies de la niña calzados con los zapatos rojos seguían bailando en el aire como si estuvieran todavía en el suelo. La anciana y el cochero tiraron y forcejearon, tratando de quitarle los zapatos rojos a la niña. Menudo espectáculo, ellos con los sombreros torcidos y la niña agitando las piernas, pero, al final, los pies de la niña se calmaron.
De regreso a casa, la anciana dejó los zapatos rojos en un estante muy alto y le ordenó a la niña no tocarlos nunca más. Pero la niña no podía evitar contemplarlos con anhelo. Para ella seguían siendo lo más bonito de la tierra.
Poco después quiso el destino que la anciana tuviera que guardar cama y, en cuanto los médicos se fueron, la niña entró sigilosamente en la habitación donde se guardaban los zapatos rojos. Los contempló allá arriba en lo alto del estante. Su mirada se hizo penetrante y se convirtió en un ardiente deseo que la indujo a tomar los zapatos del estante y  a ponérselos, pensando que no había nada malo en ello. Sin embargo, en cuanto los zapatos tocaron sus talones y los dedos de sus pies, la niña se sintió invadida por el impulso de bailar.
Cruzó la puerta bailando y bajó los peldaños, bailando primero una gavota, después una czarda y, finalmente, un vals de atrevidas vueltas en rápida sucesión. La niña estaba en la gloria y no comprendió en qué apurada situación se encontraba hasta que quiso bailar hacia la izquierda y los zapatos insistieron en bailar hacia la derecha. Cuando quería dar vueltas, los zapatos se empeñaban en bailar directamente hacia delante. Y, mientras los zapatos bailaban con la niña, en lugar de ser la niña quien bailara con los zapatos, los zapatos la llevaron calle abajo, cruzando los campos llenos de barro hasta llegar al bosque oscuro y sombrío.
Allí, apoyado contra un árbol, se encontraba el viejo soldado de la barba pelirroja con su chaquetilla y su brazo en cabestrillo.
- Vaya, qué bonitos zapatos de baile –exclamó.
Asustada, la niña intentó quitarse los zapatos, pero e pie que mantenía apoyado en el suelo seguía bailando con entusiasmo y el que ella sostenía en la mano también tomaba parte en el baile.
Así pues, la niña bailó y bailó sin cesar. Danzando subió las colinas más altas, cruzó los valles bajo la lluvia, la nieve y el sol. Bailó en la noche oscura y al amanecer y aún seguía bailando cuando anocheció. Pero no era un baile bonito. Era un baile terrible, pues no había descanso para ella.
Llegó bailando a un cementerio y allí un espantoso espíritu no le permitió entrar. El espíritu pronunció las siguientes palabras:
-Bailaras con tus zapatos rojos hasta que te conviertas en una aparición, en un fantasma, hasta que la piel te cuelgue de los huesos y hasta que no quede nada de ti más que unas entrañas que bailan. Bailarás de puerta en puerta por las aldeas y golpearás cada puerta tres veces y, cuando la gente te mire, te verá y temerá sufrir tu mismo destino. Bailad, zapatos rojos, seguid bailando.
La niña pidió compasión, pero, antes de que pudiera seguir implorando piedad, los zapatos rojos se la llevaron. Bailó sobre los brezales y los ríos, siguió bailando sobre los setos vivos y siguió bailando y bailando hasta llegar a su hogar y allí vio que había gente llorando. La anciana que la había acogido en su casa había muerto. Pero ella siguió bailando porque no tenía más remedio que hacerlo. Profundamente agotada y horrorizada, llegó a un bosque en el que vivía el verdugo de la ciudad. El hacha que había en la pared empezó a estremecerse en cuanto percibió la cercanía de la niña.
-¡Por favor! -  le suplicó la niña al verdugo al pasar bailando por delante de su puerta-. Por favor, córteme los zapatos para líbrame de este horrible destino.

El verdugo cortó las correas de los zapatos rojos con el hacha. Pero los zapatos seguían en los pies. Entonces la niña le dijo al verdugo que su vida no valía nada y que, por favor, le cortara los pies. Y el verdugo le cortó los pies. Y los zapatos rojos con los pies dentro siguieron bailando a través del bosque, subieron a la colina y se perdieron de vista. Y la niña, convertida en una pobre tullida, tuvo que ganarse la vida en el mundo como criada de otras personas y jamás en su vida volvió a desear unos zapatos rojos.

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